Continuando con los Cuentos para perros
de Miguel Mihura, aquí os dejamos…
USTED DEBE ESTAR CONTENTO SI CREE QUE ES UN
PAJARITO…
Era un señor tan
pobre, tan pobre, que no tenía ni un espejo en donde mirarse la tripa. Nunca se
había visto él mismo, y a los cuarenta y cinco años aún no sabía cómo era ni lo
que era. De pequeño se creía que era un toro de Andalucía y hablaba siempre en
andaluz, como hacían los bravos toros andaluces… En ese andaluz tan ordinario
que sólo saben hablar los toros y los hijastros de los picadores…
-Maldita zea tu
marezita de tu arma, niño –decía, escupiendo vaho flamenco por las narices.
Y cantaba saetas
preciosas cuando era Semana Santa, que por Andalucía es casi siempre… Y se ponía
rositas de olor en el pelo… Estaba precioso.
A los dieciocho
años recapacitó y comprendió que no podía ser un toro, porque los toros no
cantan saetas ni nada de esas cosas… Y desde entonces aquel señor que no tenía
donde mirarse se creyó que era un pajarito.
Esto no nos debe
extrañar. Todos nosotros sabemos que somos unos niños, unas mujeres, unos
perros o unos pulpos porque todos hemos
tenido un espejo donde mirarnos el
espejo nos ha dicho si somos hombres, perros o pulpos. Pero aquel señor era tan
pobre, tan pobre, que nunca había tenido un espejo donde ver lo que era, y el
pobre señor se creía que era un pajarito.
Todas las mañanas
y todas las tardes las pasaba subido a las ramas de los árboles silbando
bonitos tangos y habaneras dulzonas, que entusiasmaban a los chicos de los continentales. Para pasar
las noches se había construido un nido con ladrillo y cemento y vigas de
hierro, que él mismo fue transformando poco a poco con la boca. Allí vivía con
su mujer y sus hijos y una criada con barba y bigote.
Como aquel señor
era tan pobre, y además se creía que era un pajarito, iba siempre desnudo, como
van los pajaritos, y no consentía ponerse ni siquiera una bufanda, aunque su
esposa se lo decía mil veces:
-Tú, que te
levantas cuando sale el sol, debías abrigarte un poco, porque por las mañanas
hace mucho frío y te puedes morir…
Pero él piaba y no
hacía caso…
Frecuentaba los
parques tranquilos, y cuando veía a ese viejecito bueno que echa migas de pan a
los pájaros, él era el primero en acudir y se comía todo el pan, y después pedía
un pitillo.
El viejecito, en
realidad, no podía comprender que aquel señor fuese un pajarito. No es que le
extrañase su tamaño, porque podía ser un pajarito grande. Pero sí le extrañaba
que no tuviese plumas, pues todos los pájaros, por muy pobres que sean, tienen
plumas.
Sin embargo, un día
el viejo notó con sorpresa que aquel señor se le subía al hombro, y ya no dudó
de que fuese un pajarito.
-Será un pajarito
raro –acabó por decirse.
Y entonces
construyó una jaula grande y una tarde cogió a aquel señor con un pañuelo y se
lo llevó en la mano a su casa, y lo metió en la jaula y lo puso en el comedor,
junto al balcón soleado, para que alegrase las comidas con sus trinos.
Aquel señor tan
pobre, que siempre había vivido en las ramas frías y tristes, se sentía allí
bien, con el calorcillo agradable de la habitación, y, sin echar de menos a su
mujer y a sus niños y a su criada con barba y bigote, silbaba aires de películas
sonoras, y la mujer del viejecito le daba alpiste y lechuga con aceite y
vinagre. Y un palillo luego.
Allí en aquella
casa estuvo muchos años, y tomaba el sol desnudito, aunque aprendió a volverse
de espaldas cuando iba de visita alguna señora irlandesa.
Los días de nieve,
para que no pasase frío, el viejo lo metía en la cama, entre él y su mujer, y
así dormían abrigaditos, aunque a veces el pájaro les diese, soñando, patadas
en el estómago y por ahí…
Únicamente tenía
una pena honda. Como se creía que era un pájaro, no podía hablar, y esto era lo
que más le molestaba, pues cuando le daban pan, no podía decir que se lo diesen
con manteca…
El viejecito, su
amo, comprendió su pena honda, y para que no sufriese le dijo que no era un
pajarito, sino que era un loro. Y entonces aquel señor ya pudo hablar, como
hablan los loros, y sostenía conversaciones con todo el mundo, pues tenía un
carácter muy alegre y muy gitano. Muchas gruesas señoras iban de visita después
de cenar para hablar con aquel loro tan saleroso.
-Vaya una
nochecita hermosa de verano… -decía la gruesa señora abanicándose un pecho, que se le iba llenando
de aire, y poco a poco, elevándose, elevándose, hasta tocar el techo, de donde
lo tenía que coger la criada subiéndose en una silla, lo mismo que cuando al
niño se le escapaba el globo…
-Esta noche huele
a gato recién nacido más que ninguna noche –opinaba aquel señor desde su jaula,
que habían puesto encima de la mesa del comedor como se pone el aparato de
radio recién comprado-. Parece que esta noche hay puestos de gatos recién
hechos en todas las esquinas…
-¿A usted qué le
gustan más, los gatos o los cangrejos?...
Y así transcurrían
las agradables veladas, que, en realidad, eran un poco cursis…
Pero un día fue de
visita a la casa un marinero que entendía mucho de pájaros y le dijo:
-Usted no es un
pajarito. Usted es un hombre.
Y le dio un espejo
para que se mirase.
Entonces aquel
señor comprendió que había estado haciendo el tonto y se bajó de la jaula todo
colorado, con la vergüenza de haber hecho el ridículo tanto tiempo, y se puso
unos pantalones y una camiseta, muy fea y muy gorda, y se dedicó a estudiar
para eso de Aduanas, que tiene tanto porvenir…
(1931)
Gracias por el cuento... :-)
ResponderEliminarPara nosotros es un placer rescatar estas joyas olvidadas de nuestra literatura. Un saludo.
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