Mucho antes de que el humor surrealista y
absurdo de Gila, los Hermanos Marx o los británicos Monthy Python, viera la luz
y se hiciera -en el caso de los anglosajones- mundialmente conocido, se
desarrollaba en nuestro país un Humor Nuevo liderado por un grupo de literatos a los que se ha llamado, muy acertadamente la otra generación del 27. Entre estos, encontramos nombres de la
talla de Jardiel Poncela, Tono, Edgar Neville o Miguel Mihura. A éste
último pertenece el maravilloso cuento titulado…
…El mar
Cuando
se dieron cuenta del olvido, todos lloraron como perros. El
pueblo entero gimió desconsolado. Aquello era la ruina. Era el
hambre. Era la muerte. No era para menos. Veréis lo que pasaba niños
míos.
Aquel
pueblecito pesquero era un verdadero pueblecito pesquero. En él
solamente vivían, con sus mujeres, rudos pescadores de cachimba y
barba, como esos que vienen aquí pintados. Miles de pescadores que
solamente este oficio tenían: pescadores, marineros, gente de mar.
En las tiendas del pueblo, como en todas las tiendas de los pueblos
pesqueros, solamente vendían aparejos y redes y bidones de brea, y
pies desnudos de pescadores, y palabrotas fuertes, envueltas, como
bombones, en el papel de plata del aguardiente. Había también una
preciosa playa llena de brisa, de casetas de baño preparadas para
los veraneantes alegres. También había cangrejos, y mojama, y
bacalao. (Pero el bacalao ya era algo caro.) Había, en fin, todo lo
que hay en esos pintorescos pueblecitos de pescadores. Lo único que
no había era mar. Se les había olvidado ponerlo. En el lugar donde
debía estar el mar, había una montaña con pinos y gente debajo
comiendo tortilla, que había salido quemada. No tenía mar aquel
pueblo y el mar más profundo estaba a setecientos kilómetros de
distancia. En Cádiz.
Cuando los pescadores de aquel pueblo se
dieron cuenta de este olvido, lloraron como perros muertos. Aquello era la
ruina. El hambre. El mausoleo. Los pescadores de aquel pueblo de pescadores
sólo sabían pescar, y no podían porque no tenían mar y ni siquiera lo habían
visto nunca.
Ya que el que hizo los pueblos, o el
Gobierno, no se lo había puesto al lado, como debía, pensaron en hacerlo ellos
por su cuenta. Toda el agua que había en
los botijos y en las palanganas de la mañana la echaron en un hoyo que hicieron
en el monte. Pero no salía bien el mar. Lo más difícil y lo que no podían
conseguir era poner salada el agua. Esto era imposible.
Los pescadores se pasaban todo el día en las
puertas carcomidas de las tabernas, sin saber qué hacer, muertos de hambre y de
indignación. Y ni siquiera les quedaba el recurso de irse a cazar al campo,
pues, como ya hemos dicho, aquello era un pueblo exclusivamente de pescadores.
Todas las tardes iban al muelle a ver si por
casualidad les habían puesto ya el mar, con la misma ilusión y temor que van
los niños al gallinero a ver si las
gallinas han puesto un huevo. Pero no lo habían puesto. No lo ponían nunca…
¡Qué asco! ¡Qué asco!
Aumentaba el hambre. Miles de criaturas
morían de inanición. Las mujeres daban aullidos de espanto. Era graciosísimo.
Daba mucha risa aquello.
Nuevamente fue una Comisión de pescadores a
charlar un rato con el ministro de Marina, que era el que tenía que poner el
mar.
-Pónganos de una vez el mar. No podemos
trabajar. Nos morimos de hambre.
-Por ahora es imposible –argüía el
ministro-. Ya no nos queda mar. No tenemos ni una gota de agua de que disponer.
Todo el mar que teníamos lo hemos puesto ya en otros puertos de mar como el de
ustedes.
-¿Y cómo no nos lo pusieron a nosotros, que
somos los que más lo necesitamos? ¡Es intolerable!
-Sin duda fue algún olvido. El ingeniero de
Caminos, Canales y Puertos, con barba blanca, que hace los pueblos y las
ciudades de todo el mundo no puede estar en todos los detalles. Sufre,
naturalmente, confusiones. Ya ve usted: cuando hicieron el mundo, que ya hace
siglos, pusieron la Giralda en Monforte. Fue una gran equivocación que costó
mucho dinero rectificar. Tuvieron que quitarla de allí y llevarla a Sevilla,
que es donde tiene que estar la Giralda. Si se hubiese quedado en Monforte,
figúrese qué compromiso. Hacer todos los pueblos del mundo es muy difícil,
caballeros. Hay que tener un poco de tolerancia.
-¡Pero es que esto es nuestra ruina!
–gimieron.
-¿Por qué no le piden ustedes un poco de mar
a Cádiz? Cádiz tiene mucho a los lados y la en la Punta de San Felipe, también.
-Ya se lo hemos pedido, pero no nos lo
quieren dar. Dicen que lo necesitan todo para echar dentro sus pescadillas y
sus gambas.
-¡Qué lástima!
-Pónganos usted, por lo menos, un río.
¡Cinco o seis metros de río!...
Pero no hubo manera. No quería el hombre. Y
entonces, cuatro de los más fuertes pescadores se fueron a América, que tiene
mucho mar, y lo cogieron y lo fueron estirando, como el que desenrolla una
alfombra, hasta que lo hicieron llegar a su playita.
¡Oh! ¿Qué júbilo! ¿Qué felicidad en todos
los rostros! ¡El mar! ¡El mar! ¿El inmenso océano!...
Al principio, todo hay que decirlo, nadie
tomaba en serio aquel mar. Hasta los peces se bebían toda el agua. Y por las
noches venía gente de los pueblos próximos y lo cogían y se lo llevaban a sus
casas metido en botellas y en tazones del chocolate. Quitaban las olas de
encima y las metían debajo. Hacían mil diabluras… Y cuando, por la mañana, se
levantaban los pescadores a verlo se encontraban con que lo habían robado. Y
tenían que ir por él a casa de los ladrones. Para evitar estos abusos, le
tuvieron que hacer una tapia, rodeándolo. Y una vez hecha la tapia, los
pescadores, tranquilos, empezaron a pescar. Pero, como pasa siempre con estas
cosas, empezaron a ocurrir desgracias. Hubo naufragios. Mucha gente se ahogaba.
Había abundantes tormentas. En fin, un horror de tragedias.
Y, entonces, el tabernero del pueblo inventó
una cosa para evitar todas esas tonterías. ¡Ya podía la gente bañarse lo que
quisiera!... ¡Ya podía haber tormentas!... ¡Ya podía haber naufragios!... Con
aquel invento ya no había peligros de ninguna clase.
El invento consistía en asfaltar todo el
mar. Y lo asfaltaron.
Quedó un mar repugnante.
Pero daba gusto pasear por él en carro.
Éste y otros suculentos cuentos, se pueden encontrar en la antología realizada por Julián Moreiro, Cuentos para perros, de la editorial Bruño (2003).
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