MÁS CORRE EL GALGO QUE EL MASTÍN


viernes, 29 de junio de 2012

Usted debe estar contento si cree que es un pajarito...


Continuando con los Cuentos para perros de Miguel Mihura, aquí os dejamos…

USTED DEBE ESTAR CONTENTO SI CREE QUE ES UN PAJARITO…

Era un señor tan pobre, tan pobre, que no tenía ni un espejo en donde mirarse la tripa. Nunca se había visto él mismo, y a los cuarenta y cinco años aún no sabía cómo era ni lo que era. De pequeño se creía que era un toro de Andalucía y hablaba siempre en andaluz, como hacían los bravos toros andaluces… En ese andaluz tan ordinario que sólo saben hablar los toros y los hijastros de los picadores…
-Maldita zea tu marezita de tu arma, niño –decía, escupiendo vaho flamenco por las narices.
Y cantaba saetas preciosas cuando era Semana Santa, que por Andalucía es casi siempre… Y se ponía rositas de olor en el pelo… Estaba precioso.
A los dieciocho años recapacitó y comprendió que no podía ser un toro, porque los toros no cantan saetas ni nada de esas cosas… Y desde entonces aquel señor que no tenía donde mirarse se creyó que era un pajarito.
Esto no nos debe extrañar. Todos nosotros sabemos que somos unos niños, unas mujeres, unos perros o  unos pulpos porque todos hemos tenido un espejo donde mirarnos  el espejo nos ha dicho si somos hombres, perros o pulpos. Pero aquel señor era tan pobre, tan pobre, que nunca había tenido un espejo donde ver lo que era, y el pobre señor se creía que era un pajarito.
Todas las mañanas y todas las tardes las pasaba subido a las ramas de los árboles silbando bonitos tangos y habaneras dulzonas, que entusiasmaban  a los chicos de los continentales. Para pasar las noches se había construido un nido con ladrillo y cemento y vigas de hierro, que él mismo fue transformando poco a poco con la boca. Allí vivía con su mujer y sus hijos y una criada con barba y bigote.
Como aquel señor era tan pobre, y además se creía que era un pajarito, iba siempre desnudo, como van los pajaritos, y no consentía ponerse ni siquiera una bufanda, aunque su esposa se lo decía mil veces:
-Tú, que te levantas cuando sale el sol, debías abrigarte un poco, porque por las mañanas hace mucho frío y te puedes morir…
Pero él piaba y no hacía caso…
Frecuentaba los parques tranquilos, y cuando veía a ese viejecito bueno que echa migas de pan a los pájaros, él era el primero en acudir y se comía todo el pan, y después pedía un pitillo.
El viejecito, en realidad, no podía comprender que aquel señor fuese un pajarito. No es que le extrañase su tamaño, porque podía ser un pajarito grande. Pero sí le extrañaba que no tuviese plumas, pues todos los pájaros, por muy pobres que sean, tienen plumas.
Sin embargo, un día el viejo notó con sorpresa que aquel señor se le subía al hombro, y ya no dudó de que fuese un pajarito.
-Será un pajarito raro –acabó por decirse.
Y entonces construyó una jaula grande y una tarde cogió a aquel señor con un pañuelo y se lo llevó en la mano a su casa, y lo metió en la jaula y lo puso en el comedor, junto al balcón soleado, para que alegrase las comidas con sus trinos.
Aquel señor tan pobre, que siempre había vivido en las ramas frías y tristes, se sentía allí bien, con el calorcillo agradable de la habitación, y, sin echar de menos a su mujer y a sus niños y a su criada con barba y bigote, silbaba aires de películas sonoras, y la mujer del viejecito le daba alpiste y lechuga con aceite y vinagre. Y un palillo luego.
Allí en aquella casa estuvo muchos años, y tomaba el sol desnudito, aunque aprendió a volverse de espaldas cuando iba de visita alguna señora irlandesa.
Los días de nieve, para que no pasase frío, el viejo lo metía en la cama, entre él y su mujer, y así dormían abrigaditos, aunque a veces el pájaro les diese, soñando, patadas en el estómago y por ahí…
Únicamente tenía una pena honda. Como se creía que era un pájaro, no podía hablar, y esto era lo que más le molestaba, pues cuando le daban pan, no podía decir que se lo diesen con manteca…
El viejecito, su amo, comprendió su pena honda, y para que no sufriese le dijo que no era un pajarito, sino que era un loro. Y entonces aquel señor ya pudo hablar, como hablan los loros, y sostenía conversaciones con todo el mundo, pues tenía un carácter muy alegre y muy gitano. Muchas gruesas señoras iban de visita después de cenar para hablar con aquel loro tan saleroso.
-Vaya una nochecita hermosa de verano… -decía la gruesa señora  abanicándose un pecho, que se le iba llenando de aire, y poco a poco, elevándose, elevándose, hasta tocar el techo, de donde lo tenía que coger la criada subiéndose en una silla, lo mismo que cuando al niño se le escapaba el globo…
-Esta noche huele a gato recién nacido más que ninguna noche –opinaba aquel señor desde su jaula, que habían puesto encima de la mesa del comedor como se pone el aparato de radio recién comprado-. Parece que esta noche hay puestos de gatos recién hechos en todas las esquinas…
-¿A usted qué le gustan más, los gatos o los cangrejos?...
Y así transcurrían las agradables veladas, que, en realidad, eran un poco cursis…
Pero un día fue de visita a la casa un marinero que entendía mucho de pájaros y le dijo:
-Usted no es un pajarito. Usted es un hombre.
Y le dio un espejo para que se mirase.
Entonces aquel señor comprendió que había estado haciendo el tonto y se bajó de la jaula todo colorado, con la vergüenza de haber hecho el ridículo tanto tiempo, y se puso unos pantalones y una camiseta, muy fea y muy gorda, y se dedicó a estudiar para eso de Aduanas, que tiene tanto porvenir…

(1931)

miércoles, 27 de junio de 2012

Cuentos para perros. Reivindicando nuestras letras.


Mucho antes de que el humor surrealista y absurdo de Gila, los Hermanos Marx o los británicos Monthy Python, viera la luz y se hiciera -en el caso de los anglosajones- mundialmente conocido, se desarrollaba en nuestro país un Humor Nuevo liderado por  un grupo de literatos a los que se ha llamado, muy acertadamente  la otra generación del 27. Entre estos, encontramos nombres de la talla de Jardiel Poncela, Tono, Edgar Neville o Miguel Mihura. A éste último pertenece el maravilloso cuento titulado…

…El mar

Cuando se dieron cuenta del olvido, todos lloraron como perros. El pueblo entero gimió desconsolado. Aquello era la ruina. Era el hambre. Era la muerte. No era para menos. Veréis lo que pasaba niños míos.


Aquel pueblecito pesquero era un verdadero pueblecito pesquero. En él solamente vivían, con sus mujeres, rudos pescadores de cachimba y barba, como esos que vienen aquí pintados. Miles de pescadores que solamente este oficio tenían: pescadores, marineros, gente de mar. En las tiendas del pueblo, como en todas las tiendas de los pueblos pesqueros, solamente vendían aparejos y redes y bidones de brea, y pies desnudos de pescadores, y palabrotas fuertes, envueltas, como bombones, en el papel de plata del aguardiente. Había también una preciosa playa llena de brisa, de casetas de baño preparadas para los veraneantes alegres. También había cangrejos, y mojama, y bacalao. (Pero el bacalao ya era algo caro.) Había, en fin, todo lo que hay en esos pintorescos pueblecitos de pescadores. Lo único que no había era mar. Se les había olvidado ponerlo. En el lugar donde debía estar el mar, había una montaña con pinos y gente debajo comiendo tortilla, que había salido quemada. No tenía mar aquel pueblo y el mar más profundo estaba a setecientos kilómetros de distancia. En Cádiz.

Mar de Cádiz


Cuando los pescadores de aquel pueblo se dieron cuenta de este olvido, lloraron como perros muertos. Aquello era la ruina. El hambre. El mausoleo. Los pescadores de aquel pueblo de pescadores sólo sabían pescar, y no podían porque no tenían mar y ni siquiera lo habían visto nunca.

Ya que el que hizo los pueblos, o el Gobierno, no se lo había puesto al lado, como debía, pensaron en hacerlo ellos por su cuenta. Toda el agua que había  en los botijos y en las palanganas de la mañana la echaron en un hoyo que hicieron en el monte. Pero no salía bien el mar. Lo más difícil y lo que no podían conseguir era poner salada el agua. Esto era imposible.

Los pescadores se pasaban todo el día en las puertas carcomidas de las tabernas, sin saber qué hacer, muertos de hambre y de indignación. Y ni siquiera les quedaba el recurso de irse a cazar al campo, pues, como ya hemos dicho, aquello era un pueblo exclusivamente de pescadores.

Todas las tardes iban al muelle a ver si por casualidad les habían puesto ya el mar, con la misma ilusión y temor que van los niños al gallinero a ver si  las gallinas han puesto un huevo. Pero no lo habían puesto. No lo ponían nunca…

¡Qué asco! ¡Qué asco!

Aumentaba el hambre. Miles de criaturas morían de inanición. Las mujeres daban aullidos de espanto. Era graciosísimo. Daba mucha risa aquello.

Nuevamente fue una Comisión de pescadores a charlar un rato con el ministro de Marina, que era el que tenía que poner el mar.

-Pónganos de una vez el mar. No podemos trabajar. Nos morimos de hambre.

-Por ahora es imposible –argüía el ministro-. Ya no nos queda mar. No tenemos ni una gota de agua de que disponer. Todo el mar que teníamos lo hemos puesto ya en otros puertos de mar como el de ustedes.

-¿Y cómo no nos lo pusieron a nosotros, que somos los que más lo necesitamos? ¡Es intolerable!

-Sin duda fue algún olvido. El ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, con barba blanca, que hace los pueblos y las ciudades de todo el mundo no puede estar en todos los detalles. Sufre, naturalmente, confusiones. Ya ve usted: cuando hicieron el mundo, que ya hace siglos, pusieron la Giralda en Monforte. Fue una gran equivocación que costó mucho dinero rectificar. Tuvieron que quitarla de allí y llevarla a Sevilla, que es donde tiene que estar la Giralda. Si se hubiese quedado en Monforte, figúrese qué compromiso. Hacer todos los pueblos del mundo es muy difícil, caballeros. Hay que tener un poco de tolerancia.

-¡Pero es que esto es nuestra ruina! –gimieron.

-¿Por qué no le piden ustedes un poco de mar a Cádiz? Cádiz tiene mucho a los lados y la en la Punta de San Felipe, también.

-Ya se lo hemos pedido, pero no nos lo quieren dar. Dicen que lo necesitan todo para echar dentro sus pescadillas y sus gambas.

-¡Qué lástima!

-Pónganos usted, por lo menos, un río. ¡Cinco o seis metros de río!...

Pero no hubo manera. No quería el hombre. Y entonces, cuatro de los más fuertes pescadores se fueron a América, que tiene mucho mar, y lo cogieron y lo fueron estirando, como el que desenrolla una alfombra, hasta que lo hicieron llegar a su playita.

¡Oh! ¿Qué júbilo! ¿Qué felicidad en todos los rostros! ¡El mar! ¡El mar! ¿El inmenso océano!...

Al principio, todo hay que decirlo, nadie tomaba en serio aquel mar. Hasta los peces se bebían toda el agua. Y por las noches venía gente de los pueblos próximos y lo cogían y se lo llevaban a sus casas metido en botellas y en tazones del chocolate. Quitaban las olas de encima y las metían debajo. Hacían mil diabluras… Y cuando, por la mañana, se levantaban los pescadores a verlo se encontraban con que lo habían robado. Y tenían que ir por él a casa de los ladrones. Para evitar estos abusos, le tuvieron que hacer una tapia, rodeándolo. Y una vez hecha la tapia, los pescadores, tranquilos, empezaron a pescar. Pero, como pasa siempre con estas cosas, empezaron a ocurrir desgracias. Hubo naufragios. Mucha gente se ahogaba. Había abundantes tormentas. En fin, un horror de tragedias.

Y, entonces, el tabernero del pueblo inventó una cosa para evitar todas esas tonterías. ¡Ya podía la gente bañarse lo que quisiera!... ¡Ya podía haber tormentas!... ¡Ya podía haber naufragios!... Con aquel invento ya no había peligros de ninguna clase.

El invento consistía en asfaltar todo el mar. Y lo asfaltaron.
Quedó un mar repugnante.
Pero daba gusto pasear por él en carro.


Éste y otros suculentos cuentos, se pueden encontrar en la antología realizada por Julián Moreiro, Cuentos para perros, de la editorial Bruño (2003).